Esta semana, una de cuentos tradicionales "a la valenciana". Aquí podéis leer la versión original de este nuevo artículo de #FiltroValencia para La Vanguardia CV.
Vamos a leer un cuento. Seguro que os suena. El de la niña que lleva vino a su abuela, se la come el lobo pero no muere porque se mantiene con vida en la barriga de éste. Sí, ese cuento. Pues hoy voy a convertirme en la tataranieta de los hermanos Grimm y voy reescribirlo en el siglo veintiuno.
Nuestro protagonista es Ignacio, un hombre templao, que no viste capa roja aunque el grana es un color recurrente en su trabajo. O lo era. Se crió hace unas cuatro décadas en una ciudad media, como cualquiera de nosotros. Es decir, está socializado en los mismos valores que tú y que yo, salvando las distancias de sexo y edad -si procede. Aún así, podríamos decir que tenía claro los valores compartidos, esos que se nos presupone a todos. Lo de no apropiarse de lo público y demás cuestiones compartidas que de tan básicas parecen hasta ingenuas. Era un verdadero devoto de la representación de los valores colectivos. Y lo consiguió -por hache o por be, no seáis cotillas-. Ignacio consiguió despertar la confianza suficiente para que depositaran en él mayores responsabilidades. Sí, sí, responsabilidades públicas. No cabía en sí de gozo. Exacto, tenía una cesta y conocía el sendero. Sólo le quedaba comenzar a andar.
Y así inició el camino sabiendo que no debía salirse de él si quería hacer bien su trabajo, para, de esta manera, obtener el reconocimiento de sus conciudadanos. En el fondo, esto es lo que movía a Ignacio, saberse admirado por su buen hacer. Pero hete aquí que conforme aumentaba su prestigio y su poder, gracias a ese cargo público, las tentaciones fueron creciendo. Al principio rechazaba tajantemente por poco ético muchas de las propuestas que le hacían, tenía clara su línea roja; pero el paso del tiempo le hizo ver que igual no había que ser tan exigente, que la línea podía desplazarse porque siempre había que entender las situaciones y ver los diferentes puntos de vista. Sí, Ignacio se adentró en el bosque, pero ya no temía al lobo sino que se convirtió en parte de la manada. Sabía que tenía un escudo protector (era su reputación derivada de su cargo), contaba con una guardia pretoriana (su manada política) y conocía de primera mano que los cazadores estaban más ocupados buscando liebres para comer (los recursos son escasos también en la administración) que guardando el bosque. Exacto, Ignacio campaba a sus anchas por el frondoso bosque –nada de maquia mediterránea, que pincha– con nogales, madroños y robles maravillosos. Nuestro protagonista no se podía imaginar vivir mejor. Por supuesto se había olvidado prácticamente del cesto y de la abuela, salvo en alguna ocasión que veía a lo lejos el sendero y la casita.
El tiempo pasó indefectiblemente y un cazador, después de cocinar la liebre al ajillo –tras tenerla hirviendo largo tiempo para que quedara blandita– y habérsela comido tan ricamente, se percató que hacía mucho que no vigilaba el bosque, tanto como había tardado en cazar la liebre. Así que se enfundó sus botas de cazador, su chaqueta de cazador –porque en el bosque refresca-, su cinturón –ese donde se ponen las balas de cazador– y, por supuesto, la escopeta de cazador. Y silenció el móvil por si las moscas. Y se fue a vigilar el bosque. Imaginaos la cara que se le quedó cuando vio elsarao que tenían allí montado Ignacio y los lobos: glamurosos ropajes, excelsos manjares y hasta canoas de lujo atracadas en el río ¡El cazador no daba crédito a lo que veían sus ojos! ¿Acaso era verdad lo que habían dicho algunos habitantes del pueblo? Pero… ¿cómo creerles, si estaban hablando de Ignacio? Nuestro cazador, rojo de indignación, se acercó a ellos, y ellos, blancos de espanto, se quedaron ojipláticos. Mientras Ignacio era arrastrado veía a lo lejos cómo su guardia pretoriana corría a esconderse tras los centenarios robles y se libraba de ser capturada.
Como era de esperar, se convocó un consejo público para saber qué había pasado y castigar, si procediere, a Ignacio. La noticia corrió como la pólvora en el pueblo y nadie se lo quiso perder. Allí estaban todos: sus amigos de toda la vida, sí, de los que esperaba reconocimiento y admiración por su profesionalidad; estaban quienes habían augurado su caída tan pronto como puso un pie en el sendero, años atrás; también muchos curiosos se acercaron por ver qué se cocía; y, por supuesto, asistieron algunos de los lobos y lobas del bosque, eso sí, ataviados con ropajes humanos para no ser reconocidos por los demás, claro, porque entre ellos bien que se olían.
Tal vez a muchos de vosotros os vengan algunos nombres a la cabeza. Es posible, porque por desgracia y consentimiento abundan los lobos y las caperucitas en este injerto de Italia en España que somos los valencianos, según palabras de don Enric (Juliana, para más señas). Y ese, probablemente, es el drama, la facilidad con la que podemos poner nombre y apellidos al protagonista de esta historia sin tener que irnos no más allá del pueblo vecino. Pero, por seguir con la función moralista que todo cuento tiene, tal vez es la hora de los cazadores. ¿Me preguntáis qué le pasó a nuestro querido Ignacio y al resto de lobos? Pues tendremos que esperar al 11 de enero para saberlo.
*Ningún lobo ha sido dañado o maltratado en el transcurso de este cuento, que yo soy de la generación de los cuentos políticamente correctos.