Este fin de semana he estado en las fiestas de Moros y Cristianos de Villena, como casi todos los septiembres desde que nací. La cuestión de la fiesta y la tradición siempre me ha interesado, probablemente, por lo que significa para una comunidad que se alteren -adapten sería la palabra correcta- sus expresiones identitarias. Y es por ello que esta semana el post de La Vanguardia CV va sobre el miedo al cambio. Ya sabéis, si queréis leerlo en su versión original, seguid este enlace.
Llega septiembre y con él ponemos fin a la temporada de fiestas patronales de gran parte de los municipios valencianos. Podría hablar de la relación de estas fiestas con los ciclos tradicionales de la agricultura, que es muy interesante, no lo niego, pero me atrae mucho más el proceso de revitalización de las fiestas y tradiciones, acorde a las nuevas formas de entender el patrimonio y el ocio que hemos vivido en los últimos treinta años.
En esta revitalización se ha producido un hecho fundamental que explica las fiestas actuales: la desacralización. El profesor Ariño, experto en cultura valenciana, nos dice que se ha perdido el sentido religioso aunque se mantienen las formas. Es decir, las prácticas populares van reflejando el cambio de la sociedad tanto en el aspecto religioso (secularización) como en las nuevas sensibilidades sociales: igualdad, diversidad, respeto, etc.
El problema surge cuando esas sensibilidades entran en disputa con la tradición. La desacralización abre las puertas al replanteamiento de esta y, por tanto, a su redefinición de acuerdo con los valores actuales. Ejemplos de ello los encontramos en la prohibición de festejos taurinos, la suelta de patos en Sagunto (se han sustituido los vivos por los de goma) o la incorporación de mujeres en prácticamente todos los pueblos que celebran fiestas de moros y cristianos. Pero estas reconfiguraciones no están exentas de tensión, ni mucho menos. De hecho, las grandes disputas sociales que dividen a un pueblo no son ni el fútbol, ni la economía ni nada que se le parezca. Lo que produce un auténtico cisma local es lo relacionado con las tradiciones.
Y por supuesto ese cataclismo popular no se libra del abanderamiento político. ¿Pensabais que no iban a hacer acto de presencia en el post? Lo que era la comidilla del pueblo, de repente, se politiza y se incluye en el orden del día del Pleno del Ayuntamiento. De esta forma el debate se traslada a la dimensión política formal. Y una de las consecuencias es que las tradiciones se readaptan y se hacen un poco más políticamente correctas. De si se supera la tensión social generada dependerá que desaparezcan los comentarios “de tan, tan que la estamos haciendo, va a desaparecer…” o no se asuma con relativa normalidad. Es la reacción habitual ante los cambios, pero sólo hay que echar la vista atrás para comprender que lo que hoy nos parece una aberración, como tirar una cabra desde un campanario, entonces era una práctica normalizada.
En este devenir de las fiestas políticamente correctas, los primeros pasos se han dado en pro de la defensa de los animales, entre otras cosas, porque es muy fácil y evidente tildarlas de salvajismo civilizado. Pero la cosa ha ido complicando con la incorporación de la mujer más allá de su papel como reina impertérrita de la misma o florero regio, como se prefiera. Querían participar en igualdad de condiciones. Este punto está más o menos superado siempre que no rasquemos mucho, no vaya a ser que alguien se ponga nervioso. ¿Llegará el momento en el que hablar de un hombre como Fallero Mayor de Valencia o una mujer como Capitana Mora de Alcoi no nos sonará a mofa?
Más recientemente ha sido el turno de la inclusión religiosa, social o racial. El caso de la ligera apertura de la Batalla de Flores de Valencia(recordemos que es una fiesta de la burguesía finisecular capitalina para evitar que los burgueses se fueran de la ciudad en verano), aunque mantiene su componente elitista; o el ejemplo de la Mahoma de Biar y Villena que proponen –los políticos en el gobierno villenero- cambiarle el nombre por el “Simbamo” (Símbolo del Bando Moro) para no faltar al respeto a la comunidad musulmana empleando el nombre de su profeta, aunque sea una tradición del siglo XIX.
Reconozco que, de buenas a primeras, estas propuestas suenan a guasa. Y ese es precisamente el poder de la tradición, que nos dicta lo que “siempre se ha hecho”, lo que es legítimo y verdadero y lo que no. Pero, ¿qué queréis que os diga? Eso de seguir a pies juntillas lo que unos se inventaron un día -a saber porqué razón y con qué fin- y dejar fuera a las personas con las que convivo y comparto mis días, no lo veo claro. No sé, la tradición es importante en su justa medida. Ahora bien, no nos pasemos cambiando tradiciones a cascoporro no vaya a ser que nos quedemos sin fiestas, ¿no?
ARIÑO, Antonio; GÓMEZ, Sergi. La festa mare: les festes en una era postcristiana. València : Museu Valencià d'Etnologia, 2013. (Temes d'Etnografia Valenciana; 7)